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Moto, moto… ¿lo llevo, veci?

Columna del profesor e investigador universitario Jaime Alberto Morón Cárdenas.

SieteDías Por SieteDías
21 de julio de 2025
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El principio formulado por Say en 1803, según el cual toda oferta crea su propia demanda (Krugman y Wells, 2016), se desdibuja en contextos urbanos donde el mercado no garantiza necesidades básicas y la capacidad estatal es limitada. En ciudades como Santa Marta, afectadas por deficiencias estructurales en el transporte público y una débil institucionalidad derivada del modelo de gobernanza territorial, emergen respuestas al margen de la legalidad. En esos vacíos, la informalidad resulta funcional, cuando no inevitable (Morón, 2025). Como se dice popularmente, el alcalde tiene la papa caliente… pero sin cuchara ni plato.

Aunque ilegal, el mototaxismo no obedece a una decisión deliberada de evasión, sino a la carencia estructural de opciones formales. Su expansión refleja exclusión del sistema de transporte, precariedad laboral y crecimiento urbano no planificado. Estos nichos suelen ser cooptados por rent seekers que extraen rentas sin aportar valor (Morón, 2025). En Colombia, el mototaxismo hace parte de una informalidad urbana que va más allá del incumplimiento normativo: representa una estrategia de subsistencia frente a la incapacidad estatal de garantizar servicios en las periferias. Como advierte Cárdenas (2007), ciertas expresiones de informalidad cumplen funciones económicas esenciales, aunque operen fuera del sistema tributario o laboral. Esta “informalidad por inserción” se distingue de la evasión voluntaria y exige respuestas diferenciadas.

Desde el punto de vista legal, en Colombia el transporte público de pasajeros en motocicleta está expresamente prohibido por el marco jurídico nacional. La Ley 769 de 2002, el Decreto 4116 de 2008, el Decreto 1079 de 2015 y la Circular 001 de 2016 configuran un régimen restrictivo. Sin embargo, como advierte Moncaleano (2021), no existe una norma que prohíba de forma directa la actividad denominada “mototaxismo”, lo cual ha dado lugar a una “zona gris” jurídica. Esta ambigüedad ha sido aprovechada por algunas autoridades locales para regular parcialmente la circulación de motocicletas mediante decretos zonales o restricciones al parrillero, sin intervenir de fondo en la prestación informal del servicio.

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El mototaxismo tuvo sus primeras manifestaciones en municipios del norte del departamento de Córdoba (González, 2008; Castillo, 2010). Su expansión se asocia al abaratamiento de motocicletas, al acceso a esquemas de crédito gota a gota y al retiro progresivo de operadores tradicionales (Ditta, Hernández y Morón, 2013; Gutiérrez, 2025). En los estudios revisados se identifican tres causas estructurales que explican su consolidación: el desempleo juvenil (Velásquez, 2023; Matorel, 2019; Bertel, 2023), la limitada cobertura del transporte público formal (Santa Marta Cómo Vamos, 2024) y el crecimiento urbano desordenado, con expansión de barrios desconectados de la infraestructura básica y sin planificación territorial efectiva (Sánchez Ruiz, 2020; Moncaleano, 2021). Estas condiciones configuran un entorno donde el mototaxismo se vuelve funcional, adaptándose a los vacíos estructurales del sistema de movilidad y de gobernanza urbana.

Los estudios de Mendoza y Morón (2012) y de Arévalo y Morón (2025) permiten observar con precisión su evolución en Santa Marta. En 2012 se estimaba que entre 15.000 y 20.000 personas ejercían esta actividad de manera informal, sin licencia ni seguros, pero con demanda efectiva. Doce años después, Arévalo y Morón (2025) confirman que el fenómeno no solo persiste, sino que se ha institucionalizado: el 96,4 % de los mototaxistas son hombres, el 71,5 % proviene de estratos bajos, el 82,1 % está afiliado al régimen subsidiado de salud, el 39,3 % tiene como máximo secundaria completa y el 79,8 % no es propietario de la motocicleta que utiliza. Es decir, la informalidad es estructural, generalizada y funcional.

En términos macroeconómicos, el mototaxismo representa una economía paralela de escala significativa. Con cerca de 18.000 trabajadores activos y un ingreso neto diario de entre $30.000 y $55.000, se estima que el valor económico anual directo oscila entre $162.000 y $297.000 millones (Arévalo y Morón, 2025). Si se suman los efectos indirectos —ventas, mantenimiento, arriendos, crédito informal— y se aplica un multiplicador de 1,5 (CEPAL, 2016), el impacto total podría superar los $400.000 millones anuales, es decir, más del 6,5 % del PIB local (Morón, 2025). En una ciudad con un PIB estimado en $6 billones, este fenómeno supera ampliamente al transporte legal, la pesca o el turismo de playa.

A pesar de su peso económico, el mototaxismo continúa siendo una estrategia de refugio. El 95,2 % de los encuestados expresa disposición a dejar la actividad si tuviera opciones viables, y el 77,4 % ingresó por falta de empleo. Más del 50 % de las motocicletas utilizadas no cuentan con papeles en regla, lo que agrava la inseguridad jurídica. Como se dice en voz baja pero frecuente: no es que quieran, es que no hay de otra.

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Esta persistencia se explica también por el deterioro del transporte formal. Entre 2019 y 2024, el número promedio de busetas y microbuses colectivos afiliados al sistema disminuyó un 11 % (DANE, 2025). Aunque el 95 % de las busetas y el 94 % de los colectivos aún prestan servicio, la cobertura en zonas periféricas es deficiente. El parque automotor de Santa Marta alcanzó 76.764 vehículos en 2024, de los cuales el 50 % eran motocicletas. Para julio de 2025 ya se contaban 38.592 motos registradas, de las cuales, según Arévalo y Morón (2025), cerca del 70 % podrían estar siendo usadas para transporte informal, lo que representa entre 25.000 y 30.000 unidades.

En paralelo, la violencia organizada ha encontrado en el mototaxismo un mecanismo de instrumentalización. En 2024, la activista Norma Vera denunció públicamente más de 60 asesinatos de mototaxistas en Santa Marta, vinculándolos con disputas territoriales y redes ilegales (APN Noticias, 2024). El fenómeno del “parrillero hombre” ha sido asociado con prácticas de sicariato: en Cali, el 23 % de los homicidios del primer trimestre de 2025 involucraron motocicletas (El País, 2025); en Santa Marta, RCN Radio (2023) reportó su uso como vehículo de extorsión y control territorial.

En materia vial, los datos son igualmente preocupantes. En 2024 se registraron 131 muertes por accidentes de tránsito en Santa Marta, con una tasa de 23,3 por cada 100.000 habitantes. El 65 % de las muertes involucraron motocicletas y el 87 % de las víctimas eran conductores. Se reportaron 316 lesionados, muchas de ellas mujeres pasajeras. Esta situación exige políticas con enfoque de género y una reforma profunda a la seguridad vial (Santa Marta Cómo Vamos, 2024).

El problema no es solo normativo. Santa Marta, como muchas ciudades intermedias, carece de herramientas reales para enfrentar el fenómeno. Aunque la Ley 136 de 1994 otorga competencias en tránsito y espacio público, el transporte público solo puede ser prestado por empresas habilitadas por el Ministerio. Cualquier intento de formalizar el mototaxismo o crear esquemas comunitarios locales podría ser anulado por extralimitación de funciones (Consejo de Estado, 2018; Moncaleano, 2021). Además, el Distrito tiene severas restricciones fiscales: más del 70 % de su presupuesto proviene del Sistema General de Participaciones (DNP, 2024), y los ingresos propios no superan el 12 % (Secretaría de Hacienda Distrital, 2024). Esta rigidez presupuestal impide financiar estrategias sostenibles de reconversión, movilidad o empleo juvenil. Como se dice con resignación, en Santa Marta hay más normas que plata, y más decretos que soluciones.

Aunque existen planes como el SETP 2024–2027, el POT 2020–2035 y el Plan Local de Seguridad Vial (Decreto 595 de 2024), ninguno contempla mecanismos de integración o reconversión para mototaxistas. Esta omisión revela una desconexión entre la planificación territorial y la movilidad real de los sectores populares. La gestión institucional ha sido fragmentada, reactiva y sin efectos sostenibles.

Primero, se requiere rediseñar el sistema formal de transporte colectivo para garantizar cobertura en zonas donde hoy opera el mototaxismo. Esto implica ampliar rutas, ajustar frecuencias en franjas valle, implementar nodos intermodales y usar como insumo la inteligencia territorial de rutas informales.

Segundo, debe formularse un plan de reconversión laboral con prioridad para jóvenes, que facilite la transición hacia sectores formales como la mensajería, logística de última milla, mantenimiento técnico o turismo comunitario. Esto requiere formación técnica, acceso a crédito, incentivos y protección social progresiva.

Tercero, se deben ofrecer mecanismos concretos para la salida voluntaria de la informalidad: subsidios parciales a salud y pensión, microcréditos, ahorro colectivo y acceso preferente a programas de emprendimiento urbano. Estas medidas deben articularse con el SENA, el Ministerio de Trabajo y las oficinas locales de empleo.

Cuarto, urge establecer una mesa técnica de movilidad urbana con participación de asociaciones de mototaxistas, operadores legales, entidades del SETP y planeación distrital. Esta instancia permitiría generar inteligencia territorial sobre rutas informales, puntos críticos y condiciones reales de cobertura.

Por último, todas estas acciones deben integrarse en las políticas de juventud, empleo, educación flexible, seguridad ciudadana y ordenamiento territorial. El mototaxismo no es solo un problema de tránsito: es la expresión de una ciudad excluyente que no ha logrado articular su modelo urbano con las trayectorias de vida de quienes habitan sus esquinas. Una política que no reconozca esta complejidad está condenada a fracasar.

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