Columna del profesor e investigador universitario Jaime Alberto Morón Cárdenas.
La brisa matinal de Magdalena recorre las plantaciones bananeras como un recordatorio persistente del peso económico, logístico y social que esta fruta sigue teniendo en la Región Caribe. No es un cultivo más: es una pieza estructural del aparato productivo regional. En octubre de 2025, los departamentos de Magdalena, La Guajira y Cesar exportaron 42,5 millones de cajas de banano, con una variación del 15% frente a 2024. A pesar de las adversidades logísticas y comerciales, más de 52.000 empleos formales se sostienen gracias a esta agroindustria (ASBAMA, 2025), cuyas dinámicas estructuran buena parte de la economía rural en el norte del país.
Cada caja exportada sintetiza una red operativa compleja que inicia en la finca, atraviesa centros de acopio, carretera y culmina en el puerto de Santa Marta. Pero esa red enfrenta tensiones crecientes. Las vías terciarias rurales, fundamentales para conectar predios con se encuentran en mal estado, lo que encarece el transporte y genera demoras (Salamanca et al., 2023). A ello se suma un riesgo creciente de contaminación de carga con sustancias ilícitas, un fenómeno que ha afectado la reputación del producto colombiano en mercados internacionales e incrementado los costos de inspección, seguros y cumplimiento. La trazabilidad, por tanto, ya no es un atributo comercial deseable, sino una obligación estratégica para la supervivencia exportadora.
En el plano internacional, Colombia compite con países que operan con ventajas estructurales. Ecuador, primer exportador global, despachó más de seis millones de toneladas en 2023 (Cedeño, 2024), apoyado en un aparato logístico robusto, menores costos regulatorios y economías de escala consolidadas. Colombia, que exporta el 86% de su producción (Orozco, 2022), enfrenta márgenes de rentabilidad cada vez más estrechos. Un incremento de apenas 1% en el precio de los fertilizantes eleva en 0,2% los costos agrícolas totales (OCDE-FAO, 2023), lo que en cultivos de margen bajo puede determinar su viabilidad. Esta presión se siente con más fuerza en regiones como el Caribe, donde la productividad promedio es de 2.160 cajas por hectárea, una cifra inferior a los estándares centroamericanos.
A este rezago estructural se suma la creciente dependencia de Estados Unidos como destino principal. En 2025, ese país absorbió el 40% del banano producido en la región Caribe (ASBAMA, 2025), lo que convierte cualquier cambio regulatorio, arancelario o diplomático en una amenaza sistémica. Desde una perspectiva de teoría de juegos, este tipo de relación comercial concentra el riesgo en un escenario de tipo dilema del prisionero: aunque ambas partes se benefician del libre comercio, la posibilidad de acciones unilaterales—como la imposición de aranceles o trabas sanitarias—puede conducir a un equilibrio subóptimo que perjudique a todos (Arévalo y Morón, 2025).
En el ámbito interno, el sector enfrenta una disyuntiva estructural. Los productores orientados al mercado internacional, especialmente aquellos con contratos de largo plazo y certificaciones fitosanitarias, operan bajo esquemas de formalidad plena y cumplen estándares laborales, sanitarios y ambientales cada vez más exigentes. En contraste, los productores que abastecen el mercado local se caracterizan por altos niveles de informalidad laboral y empresarial. Una proporción significativa de predios funciona con trabajadores sin contrato, pagos a destajo sin afiliación al sistema de seguridad social y mecanismos de intermediación laboral que dificultan la trazabilidad, la inocuidad y el cumplimiento de normas sanitarias básicas. Esta informalidad, además de precarizar el empleo rural, limita el acceso a financiamiento, asistencia técnica, seguros agropecuarios y programas de certificación, reproduciendo una estructura dual donde solo una fracción del aparato productivo está en condiciones reales de acceder a mercados internacionales. Aunque en las últimas dos décadas han surgido cooperativas y asociaciones que han logrado integrar a pequeños productores bajo esquemas de certificación, estas iniciativas enfrentan debilidades persistentes: insuficiente capitalización, limitada capacidad para cumplir con cronogramas de exportación, exigencias crecientes de calidad y fuertes asimetrías frente a las grandes comercializadoras que controlan los canales de comercialización y la logística portuaria (Maestre et al., 2022).
El componente ambiental agrega nuevas presiones. El modelo de monocultivo intensivo, ampliamente extendido en la zona bananera del Magdalena, ha generado altos volúmenes de residuos peligrosos: bolsas y envases plásticos, aceites y otros desechos que han sido manejados históricamente sin estándares adecuados (Camargo et al., 2020). A esto se suman los efectos colaterales del uso recurrente de fungicidas para controlar la sigatoka negra: disminución de la eficacia, aparición de resistencia en patógenos y aumento de los riesgos toxicológicos (Salamanca et al., 2023). La aparición del hongo Fusarium Raza 4 Tropical en predios del Magdalena encendió las alertas sanitarias y llevó a reforzar las medidas de bioseguridad (Cenibanano, 2022), aunque la experiencia internacional demuestra que su control requiere vigilancia permanente, renovación varietal y cambios profundos en el manejo agronómico.
El cambio climático intensifica estos desafíos. La mayor frecuencia de lluvias torrenciales, sequías prolongadas y variabilidad en los niveles freáticos afecta la fisiología del cultivo, altera los ciclos de maduración y modifica los calendarios de cosecha (Augura, 2023). Estudios recientes evidencian suelos más compactados, proliferación de nematodos y deterioro radicular, lo que disminuye la absorción de nutrientes y reduce el rendimiento (Cenibanano, 2022). Aunque se han implementado modelos de predicción climática con niveles de acierto del 70%, estos siguen siendo insuficientes para anticipar eventos extremos. Sin inversiones decididas en drenajes, variedades resistentes y monitoreo satelital, el sector podría entrar en un ciclo prolongado de menor productividad.
Las tensiones ambientales y climáticas reabren un debate crítico sobre la gobernanza territorial. En el Magdalena, el modelo de enclave bananero se superpone a un vacío institucional más profundo: la ausencia de un plan de ordenamiento territorial actualizado que limite acciones coherentes para una transición sostenible. Aunque las Zonas de Desarrollo Agroalimentario Campesino (ZDAC) han sido propuestas como alternativa para integrar a pequeños productores bajo esquemas agroecológicos, su implementación tropieza con esta falta de planificación básica. Sin instrumentos vigentes de ordenamiento, no hay forma de articular políticas agrícolas, ambientales y sociales. El riesgo es que las nuevas estrategias repliquen las desigualdades del pasado bajo un lenguaje renovado, pero sin cambios estructurales reales.
Frente a este panorama, las oportunidades están claras. Primero, robustecer la trazabilidad y la inspección portuaria para prevenir la contaminación de contenedores, un riesgo crítico para la imagen del país. Segundo, cerrar brechas logísticas: mejorar vías terciarias, ampliar la capacidad de almacenamiento en frío y sincronizar los eslabones de la cadena poscosecha. Tercero, acelerar la transición hacia prácticas climáticamente inteligentes: manejo sostenible de suelos, reducción del uso de agroquímicos mediante control biológico, construcción de drenajes eficientes y fortalecimiento de los sistemas de alerta. Cuarto, facilitar la inclusión productiva de pequeños agricultores mediante instrumentos financieros, extensión técnica y modelos asociativos adaptados a su escala. Finalmente, construir una estrategia diplomática con Estados Unidos que reduzca la probabilidad de medidas unilaterales y garantice estabilidad para el comercio agrícola.
El banano no es una anécdota del pasado ni un sector residual. Es uno de los pilares que sostienen el aparato exportador agrícola del país, con efectos multiplicadores sobre empleo, infraestructura y divisas. Pero también es un sistema en tensión, donde confluyen rezagos históricos, presiones ambientales y riesgos de seguridad. Su permanencia como motor económico del Caribe dependerá de la capacidad institucional, pública y privada, para convertir estas tensiones en oportunidades de transformación.



