Columna del profesor e investigador universitario Jaime Alberto Morón Cárdenas.
La teoría económica ha explorado desde distintas vertientes la relación entre remuneración laboral y productividad. La teoría del capital humano, desarrollada por Becker (1964) y Mincer (1974), plantea que la inversión en educación y habilidades incrementa la productividad individual, lo que debería traducirse en mayores ingresos. Esta aproximación empírica se convirtió en uno de los pilares del análisis moderno del mercado laboral. Por su parte, los modelos de asignación en equilibrio competitivo, desde los trabajos fundacionales de John Bates Clark (1899) y Philip Wicksteed (1894) hasta los desarrollos formales de Samuelson (1947) y Solow (1957), sostienen que, en ausencia de distorsiones, cada trabajador percibe un salario equivalente a su productividad marginal. Esta visión implica que el ingreso laboral refleja el aporte individual al producto total de la economía, siempre que se cumplan condiciones como libre movilidad, información perfecta y competencia plena (Stiglitz, 1987).
En la práctica, sin embargo, estas condiciones rara vez se cumplen. Las fricciones, las asimetrías de poder de negociación y los fallos institucionales distorsionan la asignación de ingresos, especialmente para los trabajadores menos calificados. Es aquí donde surge el salario mínimo como herramienta correctiva, cuyo propósito es garantizar un umbral mínimo de remuneración en contextos donde el mercado, por sí solo, no lo asegura. Históricamente, su aplicación se orientó a prevenir la explotación salarial en sectores vulnerables. Nueva Zelanda y Australia fueron pioneros en la adopción de salarios mínimos a finales del siglo XIX, diseñados para evitar deterioros salariales y mejorar estándares de vida (Neumark & Wascher, 2008; ILO, 2023). En el Reino Unido, los comités de salarios creados a comienzos del siglo XX buscaban garantizar remuneraciones compatibles con niveles de vida dignos (Gindling, 2021).
En Colombia, el salario mínimo se institucionalizó de forma progresiva. La Ley 6 de 1945 introdujo los primeros lineamientos regulatorios para fijar remuneraciones básicas, incluyendo la posibilidad de establecer mínimos por regiones y sectores. La Ley 278 de 1996 creó un esquema tripartito de negociación a través de la Comisión Permanente de Concertación de Políticas Salariales y Laborales (Ministerio de Trabajo, 1996; Ospina, 2017). Desde entonces, la fijación anual del salario mínimo integra criterios técnicos —inflación, productividad, empleo— con consideraciones sociales y distributivas. En la práctica, estas negociaciones a menudo terminan sin consenso por desacuerdos entre gremios y sindicatos, debiendo el Gobierno decretar el aumento.
La teoría económica ha evaluado los efectos del salario mínimo desde distintas perspectivas, con conclusiones diversas sobre su impacto en empleo y salarios. El modelo competitivo clásico sostiene que un salario fijado por encima del nivel de equilibrio reduce el empleo al incrementar el costo laboral marginal (Stigler, 1946; Ehrenberg & Smith, 2015). Bajo este enfoque, si el salario legal supera la productividad marginal de ciertos trabajadores, las empresas reducirán contrataciones o las horas de trabajo para evitar pérdidas, generando desempleo. En mercados con rasgos monopsonísticos —donde pocos empleadores dominan la contratación— un salario mínimo moderado puede aumentar el empleo y mejorar la eficiencia al evitar que los salarios queden por debajo de la productividad (Card & Krueger, 1995). Estudios posteriores ratifican que los efectos dependen del contexto: tamaño empresarial, nivel educativo de la fuerza laboral y grado de competencia en el mercado (Manning, 2003; Belman & Wolfson, 2014; Dube, 2019). En síntesis, el impacto real varía según las características del mercado: en entornos con alto poder del empleador o mayor productividad, el efecto adverso es menor o nulo; mientras que en sectores de baja productividad y abundante mano de obra poco calificada, un alza brusca sí puede contraer la demanda laboral.
En Colombia, estos debates son especialmente relevantes debido al bajo crecimiento de la productividad laboral, inferior al 1 % anual en promedio desde 2000 (Fedesarrollo, 2022; OCDE, 2023). Este ritmo ínfimo limita la posibilidad de aumentos salariales sostenidos sin efectos negativos. La baja adopción tecnológica, los rezagos en capital humano y la escasa sofisticación empresarial —con una estructura productiva de bajo valor agregado— figuran entre las causas de este estancamiento (Banco Mundial, 2020). En ese contexto, aumentos salariales por encima de la productividad han comprometido la generación de empleo formal (Arango & Pachón, 2019).
A nivel internacional se observan enfoques diferenciados para la fijación del salario mínimo. En Alemania y el Reino Unido operan comisiones técnicas independientes que recomiendan ajustes basados en productividad, costo de vida y pobreza laboral, buscando mejorar los ingresos sin perjudicar el empleo (OECD, 2023). Estados Unidos combina un salario mínimo federal con mínimos estatales. En Corea del Sur y Japón, los incrementos consideran la productividad sectorial y las condiciones macroeconómicas (ILO, 2022). La comparación internacional sugiere que los ajustes graduales y fundamentados en evidencia permiten elevar el poder adquisitivo protegiendo el empleo. Mientras en Alemania el salario mínimo equivale aproximadamente al 50 % del salario mediano (índice de Kaitz), y en Francia al 62 %, en Colombia supera el 87 % (OECD, 2023). Este nivel inusualmente alto refleja una brecha importante entre la productividad promedio y el ingreso mínimo obligatorio. En países con menor brecha de productividad y mayor formalidad, el salario mínimo actúa como un piso de protección; en Colombia opera como un techo salarial para más de la mitad de los trabajadores formales.
A esta tensión se suma la acelerada adopción de inteligencia artificial. Estudios recientes estiman que entre el 15 % y el 40 % de los empleos podrían automatizar gran parte de sus tareas (Banco Mundial, 2023; OECD, 2023). La IA puede desplazar tareas rutinarias y redistribuir las ganancias de productividad hacia empresas intensivas en tecnología (Acemoglu & Restrepo, 2020). Por ello, si el salario mínimo crece más rápido que la productividad, la automatización se vuelve una estrategia relativamente más atractiva: el trabajo humano encarecido incentiva a sustituirlo por sistemas automáticos.
En 2025, la mesa de concertación salarial se instaló el 1 de diciembre, pero se tensó por la retirada de Fenalco (gremio del comercio), que alegó falta de garantías del Gobierno (El Tiempo, 2025a). Mientras los empresarios propusieron un alza en torno al 6,5 % —alineado con la inflación (5,5 %) y la productividad (0,9 %)—, las centrales sindicales exigieron 16 %, y el Gobierno sugirió alrededor del 11 % (Portafolio, 2025a; Cambio, 2025). El ministro de Trabajo, Antonio Sanguino, defendió la necesidad de aproximar el salario mínimo a un “salario vital”. Según la OIT, una familia tipo en Colombia requeriría cerca de tres millones de pesos mensuales (casi el triple del mínimo vigente) (Sanguino, citado en El Espectador, 2025).
La reforma laboral de 2025 añadió costos laborales: aumentó los recargos nocturnos, el pago de domingos y la fiscalización (La República, 2025), y los gremios advirtieron que estos cambios, sumados a un salario mínimo más alto, amenazan la formalidad, especialmente en pequeñas empresas. Tras el alza de 2024, la cantidad de trabajadores que ganaba el mínimo bajó de 3,7 a 2,4 millones y aumentaron quienes ganaban menos (Infobae, 2025), sugiriendo un desplazamiento hacia la informalidad.
El Banco de la República llamó a la cautela: un aumento desproporcionado del salario mínimo puede desanclar las expectativas inflacionarias y prolongar la necesidad de tasas de interés altas (Banco de la República, 2025). Si las empresas anticipan mayores costos salariales, trasladarán ese incremento a los precios, dificultando la convergencia de la inflación a la meta. A pesar de que el desempleo bajó al 8,2 % —mínimo histórico—, la informalidad urbana supera el 55 % y la rural el 80 % (DANE, 2024).
La evidencia empírica sugiere que incrementos del salario mínimo por encima de la productividad tienden a afectar negativamente la contratación, la inversión e incluso la supervivencia empresarial (Lemos, 2009; Machin et al., 2011). Por ejemplo, en Brasil un alza pronunciada del mínimo redujo la contratación en pequeñas empresas (Lemos, 2009). En general, encarecer la mano de obra sin un aumento equivalente en eficiencia puede hacer que las firmas más vulnerables dejen de contratar o incluso cierren. En la economía informal, donde el salario mínimo es más un referente simbólico que una norma efectiva, un incremento por encima de la productividad eleva las aspiraciones salariales sin respaldo real —los empleadores informales no pueden pagarlo—, perpetuando la precariedad laboral con salarios por debajo de la ley y recorte de puestos.
Una política salarial sostenible debe reconocer la heterogeneidad del mercado laboral. Colombia cuenta con sectores productivos y otros rezagados; ciudades de alto costo de vida y regiones menos desarrolladas. En lugar de un único salario mínimo nacional, podrían estudiarse esquemas diferenciados por sector, región y edad. Esto permitiría reflejar las diferencias de productividad y costo de vida, evitando que un piso uniforme resulte demasiado alto para unos o demasiado bajo para otros. Estudios recientes muestran que los salarios diferenciados por edad, particularmente para jóvenes, pueden facilitar la inserción laboral y reducir la exclusión del mercado formal (OCDE, 2023; Cahuc & Zylberberg, 2004). Podría evaluarse una regionalización del salario mínimo según las condiciones económicas locales.
En síntesis, una política salarial moderna debe armonizar equidad, productividad y formalización. Los incrementos del salario mínimo deben ir acompañados de mejoras en la capacidad productiva; solo así se logran aumentos reales del poder adquisitivo sin sacrificar empleo ni incentivar la informalidad. Sin avances en educación, tecnología y fortalecimiento empresarial, el aumento del salario mínimo seguirá siendo una ilusión monetaria que no resuelve los rezagos estructurales.


