CARTAGENA_ Tenía 80 años cuando regresó a su aldea natal como pasajero de un tren amarillo que llegó a la estación, en donde lo esperaba un coche tirado por un caballo traído desde Cartagena, y sin pensarlo dos veces se subió en ese coche para recorrer las calles del pueblo.
El cochero, que jamás lo había sido, sólo para la ocasión, lo paseó por el frente de la casa donde nació y al pasar por allí el corazón se le arrugó cuando alguien le recordó que en esa calle había muerto aquel vecino refugiado que huía del recuerdo de la guerra, y lo encontraron muerto en su cama, cerca a una partida inconclusa de ajedrez y un papelito que había escrito con el temblor de quien se está despidiendo del mundo, para no culpar a nadie.
El canto del río aún se deslizaba por las manos de las mujeres que lavaban la ropa sobre un lecho de piedras, y aún estaba la vieja estación del tren como la arquitectura desolada de un museo de recuerdos, que se desdibujaban a medida que él evocaba al niño que esperaba el tren junto a su abuelo. Aquel día estuvo a punto de morir asfixiado por la multitud que quería saludarlo al mismo tiempo, aferrándose a sus manos.
Los primeros diez años de su vida transcurrieron allí, junto a una legión de mujeres deslenguadas y fantasiosas venidas del corazón de la tribu del desierto, y todo lo que salía por los labios de las mujeres eran voces de espíritus, espantos que deambulaban por los cuartos de la casa, y por los labios del abuelo, que había sido veterano de la Guerra de los Mil Días, salían historias de batallas y cuentos espantosos de las guerras civiles que desangraron al país a lo largo del siglo XIX.
Pero a ese abuelo le pesaba un muerto personal que él transfirió a su memoria y a sus miedos más íntimos y secretos. El peso de un muerto en la conciencia y en la memoria. Un muerto que no lo dejaba dormir y se le aparecía en los sueños; pero si ese muerto empezó a pesar en los hombros y en la memoria del niño, el peso gigantesco de los muertos de una masacre de obreros bananeros de una multinacional que los explotaba y que le negaba los mínimos derechos, como el de trabajar ocho horas o tener un médico para una cuadrilla de trabajadores, le empezó a pesar aún más en la sensibilidad de aquel niño que parpadeaba insistentemente, tratando de asimilar tanta tragedia.
Si la muerte natural o la fatalidad de la guerra fue una de sus primeras obsesiones, la soledad fue otra obsesión persistente en esos primeros años. Se crió además con unos indígenas wayuus que dormían en el traspatio a la sombra de un gigantesco suan de raíces colgantes. El abuelo tenía dos libros a la mano, uno era el diccionario para adivinar una antigua palabra que no estaba a flor de labios, y el otro era Las mil y una noches, al que le faltaban muchas noches, porque lo había descosido el olvido dentro de un baúl.
El abuelo que invertía en el negocio del hielo que era una novedad para todos los pueblos ribereños y sin luz de principios de siglo, lo llevó a conocerlo en el comisariato de los gringos, un hielo enorme que venía en cajas de madera. Y también lo llevó a conocer el circo. En la escuela conoció a su maestra que recitaba de memoria los versos del Siglo de Oro Español, y vio en el recreo a una niña de bucles dorados que se llamaba en verdad Nena Daconte, y no se atrevió a dirigirle la palabra, sino a contemplarla en la soledad del patio de la escuela.
Por Gustavo Tatis Guerra, publicado en el periódico El Universal de Cartagen<