Decidí ser economista luego de escuchar una conferencia del profesor Jairo Parada Corrales, invitado por la Universidad Autónoma del Caribe cuando apenas cursaba el primer semestre de Administración de Empresas Turísticas y Hoteleras. La precisión con la que abordó un tema coyuntural, el respaldo empírico y la claridad argumentativa me marcaron. Esa experiencia me llevó a matricularme en Economía en la Universidad del Atlántico, donde descubrí una nueva forma de interpretar el mundo. Posteriormente, en el ejercicio comprendí que la economía no se limita solamente a teorías y cifras, sino que implica decir verdades incómodas en escenarios donde el sentido común se concibe como un bien público puro. Ir en contra de posturas mayoritariamente aceptadas requiere de carácter y método.
Uno de los problemas de fondo de la disciplina es su dificultad para comunicar esas verdades sin reforzar su imagen de arrogancia académica. Reinhardt (2010) advierte que muchos economistas presentan ideas ideológicas disfrazadas de análisis técnico. Krugman (1994) lamenta que los economistas prefieren una cultura académica centrada más en el rigor formal que en los hechos reales. Gaviria (2019) ha señalado que la economía se volvió un lenguaje cerrado, preocupado por la elegancia de sus modelos más que por su relevancia práctica. Cárdenas (2018) advierte que parte de la academia económica se refugió en formalismos que poco dialogan con los dilemas de política pública de países como Colombia. Fourcade, Ollion y Algan (2015), por su parte, describen una profesión que se percibe a sí misma como intelectualmente superior, pero cada vez más aislada del resto de las ciencias sociales y del debate ciudadano.
No es un detalle menor. A pesar del avance técnico, la economía sigue enfrentando un problema estructural de comunicación. Lo he vivido como docente: muchas veces una canción, una escena o una imagen explican mejor que un libro de texto. La plata, de Diomedes Díaz (1986), condensa con contundencia los fundamentos del consumo intertemporal; A mis cuarenta y diez, de Joaquín Sabina (1999), recoge con agudeza la lógica económica de no dejar herencias. Incluso la econometría, esa rama un tanto ‘exotérica’ de la disciplina, exige criterio. No basta con aplicar técnicas sofisticadas si se desconoce el contexto o se fuerzan los resultados. Como en la estadística mal aplicada, el riesgo no está en la herramienta, sino en la interpretación. La economía no es inmune a esta problemática. No se trata de torturar los datos hasta que digan lo que queremos oír, como lo hacía la septa Unella con Cersei Lannister en su confesionario forzado (Game of Thrones, temporada 6, episodio 10; Benioff y Weiss, 2016). Los métodos importan, pero más aún la forma en que los comunicamos. Porque si la evidencia no se entiende, la agenda pública será rehén de intuiciones seductoras, pero erradas.
Una de las ideas más persistentes en la opinión pública es que el Gobierno podría resolver sus problemas fiscales simplemente imprimiendo dinero. ¿Para qué pasar por la tortura de la aprobación en el legislativo una reforma tributaria si el Banco de la República puede encender la máquina? La lógica es atractiva: el costo marginal de impresión es bajo y, en apariencia, el efecto inmediato sobre el consumo es positivo. Pero como suele suceder en economía, lo intuitivo no siempre es lo correcto.
A menudo he encontrado dinero olvidado en los bolsillos de mis pantalones. Ese hallazgo me producía un aumento repentino del consumo: una especie de shock monetario positivo transitorio e ilusión monetaria de manera conjunta. Pero esa situación desaparecía rápidamente. El ajuste al gasto era real, pero el del ingreso no. Esa experiencia ilustra lo que significa expandir la oferta de dinero sin respaldo productivo.
La corriente predominante de la disciplina ha advertido constantemente sobre los riesgos de esta medida. El dinero no genera riqueza por sí mismo. Su expansión sin respaldo puede tener efectos transitorios en épocas de recesión, pero en el mediano plazo suele derivar en inflación, pérdida del poder adquisitivo y distorsión de los precios relativos. Blanchard y Johnson (2021) explican que cuando la oferta monetaria crece por encima del producto, el resultado es un alza generalizada de los precios sin mejora real en el bienestar. Abel, Bernanke y Croushore (2020) lo reiteran: el dinero puede estimular la demanda agregada en el corto plazo, pero no sustituye ni al capital, ni al trabajo, ni al conocimiento. Sachs y Larraín (2001), retomando a Milton Friedman, lo expresan sin rodeos: “la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario”.
Entre 2015 y 2019, el Banco Central de Venezuela financió el gasto público con emisión primaria. El resultado fue devastador: hiperinflación, contracción económica, pérdida masiva del salario real y una dolarización informal generalizada (Caballero, 2019; Banco Mundial, 2021). Además, de la documentada diáspora de los venezolanos. Durante las crisis de los años ochenta y noventa en Colombia, la monetización del déficit fiscal provocó inflación y deterioro en la credibilidad de las instituciones económicas (Banco de la República, 2002; Kalmanovitz & López, 2009; Urrutia, 1991).
Este fenómeno ha sido ampliamente documentado en estudios históricos y de política monetaria, que muestran cómo el financiamiento del gasto público mediante emisión generó desequilibrios macroeconómicos persistentes y alimentó la desconfianza en el manejo fiscal (Kalmanovitz & López, 2009). Incluso desde la ortodoxia monetaria, se ha advertido que este tipo de prácticas afectó seriamente la estabilidad de precios y la reputación institucional del Estado (Urrutia, 1991). Como señalan Álvarez y Bula (2004), políticas expansivas sin soporte productivo tienden a fracasar cuando no se corrigen las fallas estructurales.
Otra creencia muy extendida es que el comercio exterior destruye empleo nacional y debilita la soberanía. En ciertos contextos, este argumento gana fuerza y se traduce en propuestas de cerrar la economía, proteger industrias locales o reducir importaciones. Con tesis como esta, Trump llegó por segunda vez a la Casa Blanca. Es fácil venderle al electorado desinformado la idea de que es mejor comprar lo ‘nuestro’. El chauvinismo económico tiene popularidad y goza de buena salud.
En mi infancia, asistir a una fiesta donde el plato fuerte era arroz con pollo era señal de una buena situación económica. El pollo era un bien de lujo: sus altos costos, producto de la escasa importación de insumos para la producción masiva, lo hacían inaccesible para muchos. No comerciar generará una menor cantidad producida y precios altos. Colombia estuvo mucho tiempo de espaldas al comercio internacional, con lo cual marcó el rumbo de las ciudades portuarias en Colombia. A nivel mundial, las urbes que están en las costas tienen PIB per cápita más altos que las mediterráneas. En Colombia el ‘norte’ está en las montañas.
La teoría económica ha demostrado que el comercio internacional no es un juego de suma cero. El principio de la ventaja comparativa de Ricardo sigue vigente: los países ganan cuando producen lo que hacen relativamente mejor e intercambian lo que no. Esta lógica permite eficiencia en la asignación de recursos, acceso a mayor variedad de bienes, tecnologías avanzadas y economías de escala (Krugman y Wells, 2022; Morón, 2025).
En Colombia, el modelo de sustitución de importaciones aplicado entre los años 60 y 80 impulsó sectores industriales, pero también generó concentración espacial (la economía se desarrolló en las ciudades con mayor población y por ende más demanda), escasa innovación e inflación superior a los dos dígitos. Con la apertura de los años noventa, el país se integró a las cadenas globales de valor. Las exportaciones pasaron de USD 6.000 millones a más de USD 40.000 millones (DANE, 2023), y la productividad total de los factores aumentó (Parada y Baca, 2009). Productos como los computadores se abarataron más del 50 %, facilitando el acceso a conectividad y bienes durables. El intercambio comercial se refleja en precios, innovación y bienestar cotidiano.
También es recurrente la idea de que el Estado debe asumir de forma directa la provisión de bienes y servicios, especialmente cuando el mercado falla. Esta narrativa cobra fuerza en sectores como salud, educación e infraestructura, donde la insatisfacción ciudadana es alta y las soluciones exigen legitimidad política. No es difícil encontrar argumentos que justifican la intervención estatal. Sin embargo, intervenir no siempre implica mejorar.
En lo personal, mi experiencia con la Empresa Promotora de Salud (EPS) intervenida ha sido funesta. Donde antes había citas rápidas y medicamentos disponibles, ahora hay demoras, agenda cerrada y desabastecimiento. Extraño a Ana María. Esa ineficiencia no es un principio teórico: se vive en carne propia.
En teoría, los mercados asignan recursos mediante precios y decisiones descentralizadas. La mano invisible de Smith no es otra cosa que un mecanismo de coordinación. El rol del Estado es corregir fallas puntuales —externalidades, bienes públicos, asimetrías de información—, no reemplazar ese sistema. Mankiw (2017) advierte que incluso con buenas intenciones (el infierno está lleno de ellas), el Estado enfrenta una limitación estructural: no puede conocer con precisión las preferencias de millones de individuos, que son cambiantes, dispersas y contradictorias (Morón Cárdenas, notas de clase, 2023).
Entre 2023 y 2024, el gobierno intervino cinco EPS: Nueva EPS, Sanitas, Emssanar, Famisanar y SOS, afectando a más de 25 millones de afiliados (Semana, 2024). Lejos de mejorar, las quejas aumentaron un 47 % frente a los años sin intervención. Solo en 2024 se reportaron más de 1,6 millones de PQRS, un 101 % más que en 2022 (Supersalud, 2024). Las tutelas crecieron un 34 %, y entre enero y abril ya superaban las 505.000 reclamaciones (Defensoría del Pueblo, 2024). El fallo reciente de la Corte Constitucional, que revocó la intervención en Sanitas por vicios de forma, confirmó que el remedio fue peor que la enfermedad (El Espectador, 2025).
La ciencia económica, como se lee, no ofrece soluciones fáciles ni automáticas. El bien llamado epíteto de ciencia lúgubre hace verdadero honor. Tres ideas de fuerte arraigo —imprimir dinero, cerrarse al comercio y estatización— pueden conducir a consecuencias indeseadas si se ignoran sus condiciones y límites. El papel del economista, en ese sentido, no es el de predicar soluciones mágicas, sino el de advertir restricciones, señalar costos hundidos, asimetrías de información y traducir complejidades técnicas en lenguaje cotidiano. Y como lo he sostenido en otros trabajos, “la economía tiene mucho que aportar no sólo en el diagnóstico de las desigualdades, sino en el diseño de instrumentos concretos para su solución” (Morón, 2011, p. 11). El oficio del economista no consiste en agradar, sino en explicar. ¡Y que la economía, bien entendida, exige precisión, evidencia y, sobre todo, humanidad!