SALAMINA_ Ayer la violencia paramilitar los desterró y dejó incompletas a muchas familias; hoy, la naturaleza –representada por el río– se ensaña, les quita el sueño y amenaza con desplazarlos a todos.
Conviven con los recuerdos del aciago pasado, pero también con el miedo y la incertidumbre del angustioso presente.
Son los habitantes de Guáimaro, el único corregimiento que tiene el municipio de Salamina, en el Magdalena, en donde el temor y la esperanza ‘caminan’ juntos… casi que inseparables.
“La violencia dejó viudas y huérfanos, pero también forzó el desplazamiento, ese que hoy también se vislumbra, pero con la diferencia de que el enemigo no es el paramilitar, sino el río Magdalena”, aseveró Ricardo Polo, un parcelero de la comarca.
Jaime Fontalvo, defensor de derechos humanos, recuerda cuando Guáimaro llegó a convertirse en un pueblo fantasma.
Narró a EL HERALDO que todo empezó el 17 de febrero de 1987 cuando un grupo de 50 familias campesinas tomó posesión de los predios de ‘Laura y Castro’, con una extensión aproximada de 245 hectáreas, resolución de baldíos declarada por el Incoder (octubre 1o. de 1969).
Desde ese entonces empezaron los enfrentamientos con un terrateniente que tenía en posesión las citadas tierras y quien al parecer contaba con el apoyo de las distintas entidades del Estado como el extinto DAS, Policía y Ejército Nacional.
Desde ese entonces vinieron las masacres selectivas. Un total de 48 personas fueron asesinadas.
El 30 de noviembre de 1999 siete hombres fueron sacados de sus casas, por el Bloque Pivijay.
“Las ataron de las manos y las subieron a una embarcación. En la mitad del río sus cuerpos fueron desaparecidos… hasta el día de hoy”, precisa.
Más adelante, el 18 de mayo del año 2000, fueron asesinados 4 labriegos y las paredes del pueblo pintarrajeadas por las AUC, que dieron a los habitantes 48 horas para que abandonaran el territorio, como en efecto lo hicieron el 20 de mayo.
“De ahí el caos y la desesperación de todos los habitantes que huían despavoridos hacia el departamento del Atlántico (Ponedera, Palmar, Santo Tomás, Malambo, Soledad y Barranquilla), dejando todas sus casas, bienes y enseres”, sostuvo.
Todos estos hechos fueron registrados por los medios de comunicación de ese entonces, y denunciados ante Fiscalía, Procuraduría y Unidad de Restitución de Tierras.
“Hoy Guáimaro es una población reconocida por la Unidad para las Víctimas como un sujeto de especial protección y reparación colectiva, lo que implica, según la Ley 1448 de 2011, la obligación del Estado de garantizar la no repetición de estos hechos”, afirmó Carlos Mario De la Cruz, personero de Salamina.
Norma Vera, investigadora, defensora de derechos humanos y experta en conflicto, señala que dos décadas después de la masacre y el desplazamiento de más de 5.000 personas en Guáimaro, “sus habitantes resisten a través de sus memorias. Siguen esperando la reparación colectiva y la titulación de las tierras que por años han considerado su paraíso”, precisa.
En el rostro de Luis De la Rosa, marchito por los años y el ajetreo de la vida, se dibuja la angustia por el acecho del afluente que a pasos agigantados socava la orilla y amenaza con ‘tragarse’ el pueblo. La emergencia impactó hace años las calles 9, 10 y 11. La erosión arrasó con dos calles al punto que en lo que hoy es río, frente a la plaza, estaban el colegio de las monjas, la cárcel y las casas de Pedro Charris, Marily Mozo y Gregorio Rodríguez, entre otras familias.
En el 2012 y ante el riesgo por su ubicación en la franja costera, varias familias tuvieron que ceder sus casas para levantar el muro de protección.
Había que hacer algo para contener la arremetida del río Magdalena y la solución fue construir el jarillón, pero para ello se tenían que tumbar las edificaciones que estaban en la línea de la obra.
Las casas de Jaime Pabón, Rafael De los Reyes Castro, Carmen Rodríguez, Gabriel Castro, Sebastián Muñoz y Alejandro Romero fueron demolidas.
Hoy, enormes grietas se extienden a lo largo de la orilla y hacen presagiar lo peor entre los habitantes. Todos temen que el terreno ceda y ocurra una tragedia.
La comunidad pide apoyo y atención urgente a esta grave problemática.
Dicen que si ayer fueron sitiados por los paramilitares, hoy es el río Magdalena el que los obliga a dormir “con un ojo abierto y otro cerrado”.
*Informe de Agustín Iguarán publicado en el periódico El Heraldo